El club de la señora Matemática

Relato

Como de costumbre, el trajín en el club de la señora Matemática era infernal. Un sinfín de discípulos de la señora se hacinaba en las distintas salas concéntricas que conformaban el club, afanándose en modelar el material que les llegaba para fabricar ejemplos, crear teorías, demostrar conjeturas,…

La señora Matemática gestionaba el club desde tiempo inmemorial. Ni todos sus discípulos juntos hubieran podido calcular su edad. Aunque algunos de ellos llevaban mucho tiempo con ella, ninguno sabía cuál era su verdadero nombre. Casi todos la llamaban la señora Matemática, aunque para algunos era simplemente la señora. Los más cariñosos la llamaban “la mamma”, aunque nunca faltaba quien se refería a ella como “la gran putana”. Aunque todos la consideraban como el auténtico motor del club, la señora Matemática no se dejaba ver mucho por él. Ella prefería delegar el trabajo sucio en su discípulo más fiel, aunque no el más aventajado: Sal

Sal era el encargado de la puerta. Su misión era recibir a todas las funciones, conjuntos, espacios, … que se acercaban al club, y asignarles sala. No solía rechazar a nadie, su lema era: “Todo es aprovechable para la señora Matemática. Lo que no es suficientemente suave y armonioso para demostrar teoremas, es suficientemente patológico para buscar contraejemplos”. Ya se encargarán los discípulos de las salas, por desgracia con más talento que yo, de buscar utilidad a lo que les mando, solía añadir.

Ese día, el flujo en el club era particularmente intenso, lo que estaba llevando a Sal al borde del colapso. Aún así aguantaba a pie firme sin perder la compostura, haciendo gala de su gran profesionalidad. Observémosle trabajar:
– Identifíquese
– Función
– Descríbase
– Tengo un salto en un punto, pero soy perfectamente integrable, no se vaya usted a creer.
– Eso ya lo valoraré yo, no me maree, señora. No concentrará toda la energía en un punto, ¿no? No será por casualidad doña Delta de Dirac…
– ¡No por favor, mi salto es finito! ¡No me confunda! He oído rumores de que la tal Delta ni siquiera es función. Yo soy una función integrable Lebesgue, Riemann y todo lo que me echen.
– Sí, pero no es continua. Anda, vaya a la segunda sala: funciones integrables pero no continuas. ¡Eh!, ahí no entre. Le he dicho la segunda. Con salto no se puede entrar en la tercera, no se empeñe. Reservada para las continuas, ya sabe. A ver, siguiente, identifíquese.
– Función
– Descríbase
– Yo soy absolutamente derivable en absolutamente todos mis puntos.
– Absolutamente, absolutamente… A ver si va a ser el valor absoluto. Vuélvase que le vea. Siempre me quieren engañar, tiene usted un pico en el cero. Pase a la tercera, funciones continuas pero no derivables. Ni se le ocurra pasar más adentro, ó suave, suave le echo a la calle. ¿Quién va ahora?
– Función. Yo tengo saltos en todos los puntos, ahora cero, ahora uno, ahora cero, ahora uno. Creo que no soy nada, ni siquiera integrable. No soy nadie, ahora cero, ahora uno, ahora cero, ahora uno.
– (Joder, qué cosas más raras me vienen hoy). Efectivamente, no es ni integrable Riemann, con lo fácil que es. Puede venir bien para contraejemplos, vaya a ese círculo aislado a la izquierda. Aunque yo de usted me pasaría antes por el
discípulo sicoanalista. El que trata los problemas de identidad, ya sabe. ¿queda alguien más?
– Yo soy función, sin saltos, pero con muchos picos, picos en todos los puntos. Estoy muy mal. ¿No tendrá algo suelto?
– (Qué miedo…) Siga a la anterior, es usted un contraejemplo andante. Pásese antes por la unidad de toxicomanía. Vamos, si quiere, no se enfade.
– Yo soy una función muy suavecita, mira qué curvas. Y se repiten hasta el infinito…
– Oiga, no se acerque tanto, que corra el aire. (La verdad es que es un pibón de función. Qué pena que tenga el periodo…). Pase hasta el fondo, al círculo central. Usted tiene todas las condiciones para formar parte de un bello teorema.
¿Quiere pasar algo que no sea función?
– Yo soy un espacio, topológico para más señas. Pero tengo un problema en mi interior, una especie de almorrana sangrante. Tengo un subespacio de mayor dimensión que yo mismo. ¿Me lo podrían extirpar?
– Esto sí que no me lo creo. Tengo que consultar mis libros, esto no es posible. La verdad es que no entiendo mucho de teoría de la dimensión. No sé a quién puede interesar todas estas teorías inaplicables… ¡A sí, existes! Pero de extirpación nada, en el subespacio está tu gracia. Pasa a la sala de espacios topológicos raros para discípulos onanistas. Y no se te ocurra desviarte a la unidad quirúrgica. Parece que hoy no viene nadie más…
– Sí, estamos aquí, lo que pasa es que no nos ves porque somos fraccionarios. Saluda, curva de Koch. Di hola, triángulo de Sierpinski. Me presento, soy el conjunto de Cantor. Aquí mi marido, el conjunto de Julia. Traemos el caos.
Déjanos entrar y verás cómo revolucionamos todo. ¡Abajo el orden, viva Mandelbrot!

Y así hasta el infinito. El club de la señora Matemática era lo más parecido al
paraíso y lo más parecido al infierno. Porque la señora Matemática podía darte
mucha belleza, pero te pedía también mucho a cambio. Eso lo sabía bien quien
conseguía entrar en sus aposentos. Pero lo sabía aún mejor quien sólo podía
quedarse a las puertas.

Autor: Javier Rodrigo Hitos